Por: Sebastián Ávila Sánchez.
Psicólogo clínico y de la salud con orientación psicoanalítica.
En los últimos meses, me he encontrado en consulta narraciones que en su mayoría encausan en la pregunta de cómo relacionarse de manera saludable con el otro, sin perjudicar la singularidad y el deseo, que en efecto son los factores que acompañan siempre el vínculo y el lazo social. Es curioso como “estar para el otro”, “preocuparme por el otro”, “atender al otro” se vuelven formas enmascaradas de olvidarnos de nosotros mismos, de lo que somos.
A continuación, les presento esta reflexión producto de la tarea de escuchar y de ir descubriendo lo que enmaraña el rito de las relaciones humanas.
El trasfondo de las relaciones humanas
Estar al servicio del otro es inherente al humano. Sin embargo, esto no responde propiamente a lo que el otro desea, sino, a lo que deseamos de manera subjetiva, y cómo este servicio que prestamos a través de nuestra humanidad tiene siempre un regreso fortuito a lo que somos. No es gratuito, que desde la espiritualidad, muchos digan/digamos “Dios se lo pague”, “hay que ayudar porque uno nunca sabe, hoy estamos aquí arriba y mañana no sabemos dónde”, “Hay que sembrar para cosechar”, a través de estas palabras y otras más que se escapan, estamos buscando el retorno de lo dado, y cuando me refiero al retorno, no hablo propiamente de lo tangible, sino de lo que nos sostiene a nivel emocional, hablo además de un retorno transformado que seguramente nos moviliza a un cambio y un crecimiento personal.
Relacionarse siempre será un ejercicio de verse a través de los ojos del otro, lo que nos une a ciertas personas es la identificación, es cómo la historia de ese sujeto se conecta con la mía y cómo las coincidencias se transforman en un sostén, en un sentir colectivo.
Los límites como logro de la independencia
Aun cuando nuestro deseo generalmente vira hacia lo colectivo como forma de perpetuar y resolver nuestra historia, nuestra cultura y nuestra familia; es preciso tener en cuenta que hay límites y fronteras que se construyen a través de las palabras y los actos. Esto, responde a la necesidad de no perderme en el otro, ni que el otro se pierda en mí, responde a no olvidarse de sí.
¿Y cómo se construye un límite?, ¿Qué palabras debo utilizar para poner límites?, ¿Y cómo hago para que los otros me entiendan?, son preguntas que aparecen, son preguntas que denotan la necesidad de tener claro que esto de estar para los demás no es un ejercicio de tiempo completo, o que, si lo fuere, hay términos y condiciones por cumplir.
Para responder estas preguntas, nos vamos a servir de la palabra “NO”. Servirse de ella no implica solamente hablarla, sino actuarla. Pero, ante todo, implica un pasaje de revisión de lo que verdaderamente deseamos y si eso que me demanda el otro, de alguna u otra forma me ubica en un lugar donde lo dado retorne, o me ubica en un lugar donde debo ser capaz de reconocer lo que tengo y lo que me falta. No es sencillo, pues es una palabra que muchas veces es escuchada como un rechazo, también como una posibilidad impermeable. Decir NO, transmite una frontera y le da sentido a la independencia.
El NO también tiene matices y condiciones, puede ser flexible. Por ejemplo, cuando reconocemos la falta, y la manifestamos en esta frase típica: “no te puedo ayudar, pero si quieres te puedo…” los puntos suspensivos responden al reconocimiento de lo que podemos hacer sin perdernos en el otro, y sin que el otro nos invada con su necesidad.
Otras formas de poner límites son a través del SILENCIO. Y muchos dirán: el que calla otorga. Y no, no siempre lo que se calla es otorgado a la razón del otro, o le da el poder al otro. El SILENCIO responde, no desde la palabra, pero sí desde un acto, donde se reconoce generalmente la falta ante lo que se demanda, o incluso devuelve de manera simbólica lo dicho. Un ejemplo claro del SILENCIO como límite, es dejar en azul o visto a las personas que nos demandan atención por redes sociales, o no contestar una llamada, el acto de no contestar permite en primer lugar darnos cuenta de que eso que se demanda no lo puedo acaparar, pues no pertenece a mí, tampoco está sujeto a mi deseo; y en segundo lugar, le habla al otro en forma simbólica de que no se le ha dado admisión a conectar conmigo para resolver su conflicto o necesidad.
¿Por qué el límite permite el logro de la independencia? Pues es la forma en la que nos damos cuenta que lo del otro aún cuando sea similar a lo que he vivido no me pertenece, y que ante mi falta y mi capacidad, puedo elegir y permitirme o no crear una relación con otro ser humano.
La Independencia y la Interdependencia como ejes de la relación humana
Lograr ser independiente es un proceso que tiene un costo, y lo venimos desarrollando desde el momento en el que nacemos. Sin embargo, la independencia no se logra sin haber dependido de otro antes. En la medida en que ese otro, que generalmente llamamos familia nos ayuda a traducir el mundo desde la transmisión de afectos, ideas y costumbres, así mismo voy logrando la capacidad de distanciarme y diferenciar lo mío de lo ajeno, y de esta forma seré capaz de reconocer mis capacidades y mis faltas, como ejes singulares de la construcción de vínculos humanos.
El costo de la independencia generalmente se entiende como la soledad, y no, el costo de la independencia está supeditado a saberme singular y desde esa singularidad percibirme acompañado, servirme de esa compañía para poder responder lo mejor posible a lo que nos pide y nos muestra la vida cada día. Y si no es el caso, al menos será necesario incursionar en la búsqueda de otros que nos acompañen en la medida en que esté eso sujeto a sus deseos.
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